El 17 de febrero de 1600 la plaza romana de Campo dei Fiori veía cómo Giordano Bruno, despojado de sus ropas y desnudado y atado a un palo... con la lengua aferrada en una prensa de madera para que no pudiese hablar, fue quemado vivo, en cumplimiento de la sentencia dictada pocos días antes por el tribunal romano de la Inquisición, tras un largo y tortuoso proceso, que iniciado en Venecia en 1592 lo declaro hereje impenitente, pertinaz y obstinado.
Si ciertamente la condena no era una condena de la ciencia, sino de un hereje anticristiano, no dejaba por ello de ser menos cierto que se llevaba a la hoguera a un pensador por sus opiniones religiosas (en una reafirmación del rechazo de la iglesia de la concepción política de la religión y de la independencia de y superioridad del discurso filosófico-natural) y por la articulación que él habia efectuado de la reforma cosmológica (heliocentrismo y movimiento de la tierra, universo infinito, pluralidad de mundos animados...)y su posición religiosa.